Hoy he comido cerca de casa de mis padres y me paso a tomar la copa de pacharán con ellos. Les gusta tomar el pacharán como a mí, a pequeños sorbos, mientras hablamos de nuestras cosas.
La
vida familiar siempre la hemos hecho en la cocina y así sigue siendo. También
mantengo mi rutina al entrar en ella: me acerco al televisor, siempre
encendido, y apago el siempre presente programa de cotilleos. Es curioso el
nombre del que suele estar en la pantalla, Sálvame, porque salvado me siento en
cuanto lo apago.
Hoy
dejo un rato encendido el televisor: a ver si me entero de algún cotilleo,
pienso. Siempre he sido un poco cotilla, supongo que como todos. Me gusta ese
cotilleo de las cosas cotidianas por el que te enteras de algo totalmente
inofensivo. Que el vecino baja todos los días la basura por la tarde y
aprovecha para tomarse un vino en el bar. Que la pareja que está a tu lado en
el bar quiere (la mujer) y no quiere (el hombre) invitar a comer a los padres
(de la mujer).
Pero
miro la pantalla y no escucho cotilleos. Sólo oigo discusiones entre
comentaristas que acompañan sus palabras con gestos violentos y chulescos.
Tratan de interpretar algo que alguien hizo pero me resulta imposible adivinar
qué ni quién, debieron decirlo al principio del programa hará una hora. Y, al
parecer, no se ponen de acuerdo sobre qué interpretación es más mal
intencionada y rebuscada.
Mi
madre se da cuenta de que no hablo y hoy es ella quien apaga el televisor antes de sentarse en la mesa.
Mejor así, seguro que me cuenta alguna novedad de la familia o alguna cosilla
de los vecinos.
Siempre me ha parecido que es una pérdida de tiempo ver estos programas pero no les digo nada porque me doy cuenta de que también yo lo
pierdo cuando intento convencerles de que hay mejores formas de entretenerse. Por
eso, cuando termino la copa de pacharán y me levanto de la mesa, siempre sigo
la misma rutina: me despido de mis padres y vuelvo a encender el televisor
antes de salir.